Monólogo del sendero, del colombiano Jorge E. Valbuena, obtiene la Nominación Especial del microrrelato inspirado en Sanse.
Nota del Jurado. San Sebastián de los Reyes, 19 de julio de 2021. El jurado, en reunión virtual, del que formaron parte Manuel López Azorín, escritor y poeta y los siguientes representantes de la A.C. El Encierro: Manuel Durán, documentalista gráfico y Presidente de la misma; Fernando Corella, humorista gráfico; Ainhoa Izquierdo, diplomada en Turismo Internacional y Pedromaría Rivera, músico y cohetero del encierro de Sanse, que hizo las funciones de Secretario,
Foto. Manada compacta. Alfredo González. Sanse 2019
Después de deliberar sobre los relatos presentados acordaron, por unanimidad, conceder los siguientes premios previstos en las bases:Primer Premio: 400 € y Trofeo, para el microrrelato titulado Un recuerdo, de Ernesto Hidalga Erenas, de Badalona (Barcelona).
Segundo Premio: 100 € y Diploma, para A su merced, de Esteban Torres Sagra, de Aldeahermosa de Montizón (Jaén).
Nominación Especial inspirada en Sanse: 100 € y Diploma, para Monólogo del sendero, de Jorge Eliécer Valbuena Montoya, de Facatativá (Colombia).
Premio Jóvenes Autores: 100 € y Diploma, para Dos minutos, de Telmo G. Yago, de Valencia.
Los textos de los microrrelatos ganadores de la decimoctava edición (2021) son los siguientes:
Última semana de agosto y estoy aquí, en Sanse, a punto de salir a correr delante de los toros. Es mi primera vez. Siento un cosquilleo en el estómago. Y se me cruza por la mente un recuerdo de la infancia. Yo, de niño, en la casa de mis abuelos en San Sebastián. Están de limpieza. Hay un arcón. Lo abro por curiosidad. Está lleno de fotos, cartas, joyas (que tiempo después supe que tenían más valor sentimental que económico), y una cosa que me llama muchísimo la atención: dos pedazos de cuero viejo atravesados por finas cuerdas que cuelgan. Le pregunto a mi abuelo qué son, y me responde que se trata de las zapatillas de su tatarabuelo. ¿Por qué las guardan si ya nadie las usa? Porque son con las que aquel hombre corrió su primer encierro de San Sebastián de los Reyes. Mi abuelo ve el interés en mi mirada y me cuenta cosas sobre los encierros, de su tradición, que se remonta al tatarabuelo de su tatarabuelo, o más atrás; y me habla de la emoción y los nervios antes y durante la carrera, y de los buenos momentos con los amigos. Al final se queda callado y pensativo. Tras esos instantes de silencio, me sonríe y dice que los encierros son algo que no se puede explicar, que se tienen que vivir. Yo quiero vivirlo, le digo, pero me contesta que aún soy demasiado pequeño.
Intuitivamente sopesé la oportunidad de salir huyendo hacia la talanquera, apenas a un suspiro de distancia. Para ello cerré los ojos e hice balance de mis daños físicos repasando mentalmente cada centímetro de mi piel y todos los músculos que recordaba de las clases de anatomía. No había ninguna disfuncionalidad manifiesta, sólo las erosiones en las rodillas y en los codos propias del asfalto al frenan mi inercia. Poca cosa que no me impediría elegir la huida como plan. Volví a abrirlos y el cornúpeta seguía varado frente a mí. Me pareció más grande de lo que recordaba. Viendo su poderío decidí volver a cerrar los ojos y deseché la opción de arrastrarme hacia el vallado. Lo más sensato era aguantar sin moverme y sin respirar. No sé cuánto tiempo pasé de esa guisa. De pronto un golpe seco en el hombro me dejó sin terminar la frase “así en la tierra como en el cielo” que susurraba interiormente. Me temí lo peor. Enseguida una voz juvenil me devolvió a la realidad: “¡Eh, señor! ¿está usted bien? ¡Levántese! El eral lleva ya dos minutos enchiquerado”. Alrededor de mí se formó un corro de curiosos que no se atrevían a reírse abiertamente de mi miedo por si estaba herido.
Siempre a esa hora, once de la mañana, y en esa fecha veintiocho de agosto, cada año, he aprendido a descifrar un enorme surco sobre mi piel que empieza como un ligero movimiento repentino hasta convertirse en un remolino que danza sin descanso, durante días, sobre las laderas de mi cuerpo. Siento un trepidar de toros y cabestros que me hacen saltar de mi calma, desde Leopoldo Gimeno hasta El ruedo del Coso. Me viste entonces un delirio de rostros y bufidos, cantos y gritos, me convierto en una extraña ceremonia de bríos, un telar de hilos en movimiento que me envuelven hasta atraparme. Así es como he conocido el misterio que asoma en mis orillas, hasta encerrarme en un redondel de arena. Soy el aire y el lienzo de esta celebración de sombras, viento de casta, agitada banderilla de respiros, correría, capa invisible del tiempo y sus fronteras.