A.C. El Encierro

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miércoles, 23 de julio de 2025

Santiago Bergantinhos gana el XXII concurso de Microrrelatos sobre El Encierro (2025).

                  XXII concurso de Microrrelatos sobre El Encierro (2025)

Fallo del Jurado:

-Primer Premio: 375 € y Trofeo, para el microrrelato titulado “ El día que tiembla el suelo" de Santiago Bergantinhos (EL Ferrol- A Coruña)

-Segundo premio:175 € y diploma para "La fotografía de Adela Baumann", de Manuel Pozo,  (Madrid)

-Nominación Especial inspirada en Sanse: 175 € y diploma, para Cansancio y Orgullo, de Santiago Casero, (Alcázar de San Juan, Ciudad Real)

Nominación Especial -sin dotación-, para El corredor. Manuel Recuero. (Madrid)

Nominación Especial -sin dotación-, para Como el primer encierro, de Jacobo Vieites Sánchez, ( Arzúa - A Coruña)

                                               Microrrelatos Premiados: 

                                                    Primer Premio: 

“ El día que tiembla el suelo" de Santiago Bergantinhos (EL Ferrol- A Coruña)

No hay otra mañana igual en todo el año.
Ni San Blas, ni la romería. Solo esta.
La del encierro.
No corro por valor, ni por locura. Corro porque me toca.
Porque mi abuelo ya lo hacía con alpargatas de esparto.
Porque mi madre lo ve desde el balcón y se le ilumina la cara.
El suelo retumba, y es como si el pueblo entero se despertara con el
mismo latido.
El toro no es enemigo. Es parte.

Sin él no hay fiesta. Sin nosotros, tampoco.
Y cuando pasa por mi lado, veloz, inmenso, sé que todo está bien.
Que lo hemos hecho otra vez, como debe hacerse: con verdad.
Que mañana volveremos a saludarnos en la plaza, con las rodillas temblando, sí, pero con una sonrisa limpia.

Y que este instante, este trozo exacto de camino entre la cuesta y la fuente, será lo que recordaremos cuando ya no corramos.
Cuando solo podamos contarlo.

                                                        Segundo premio: 

La fotografía de Adela BaumannManuel Pozo Gómez (Madrid)

Adela Baumann consiguió al final de su carrera tomar la fotografía que había perseguido durante toda su vida. Fue en el tercer encierro de San Sebastián, cerca de Madrid. Un toro cárdeno embestía hacía un joven que, inmóvil en el suelo, parecía querer detenerle con sus ojos. Vencido, giró su cabeza, quizás pidiendo ayuda, quizás buscando clemencia, como un gladiador herido, y se encontró con una vieja cámara de fotos que le apuntaba. Adela disparó y disparó.

Captó sus ojos de terror, entregados, derrotados en una lucha noble y, por un momento, un instante imperceptible, tuvo conciencia de que la muerte tenía forma, tenía rostro, tenía una mirada, y ella, Adela Baumann, la había fotografiado.

Entonces salió de la nada. Adela tuvo la sensación de que un corredor de unos veinticinco años salió de la nada y se cruzó entre el toro y el corredor caído.

Camisa blanca y pura, y al cuello, un pañuelo rojo intenso, como la sangre. Midió la carrera para ganarle la cara al toro, se quedó a quince centímetros de las astas, casi sintiendo su contacto, le nubló la vista al cruzarse delante, parecía que sus pies no tocaban el suelo, que levitaba delante del animal, hizo una finta hacia la izquierda, coreografía de ballet, y el toro siguió la melodía que interpretaban sus zapatillas, mientras él, sereno, lo embaucaba con un giro a la derecha y partituras de música clásica.

El toro cárdeno rozó al corredor caído por la izquierda y el corredor de ballet enviado por las divinidades le acarició por la derecha. El joven caído se incorporó con el rostro desencajado, clavó sus ojos en la cámara de fotos y, desconcertado, sonrió. Sonrió, con un gesto de tensión, ojos de miedo, ojos de gratitud, y respiró aliviado al ver que la muerte pasaba de largo mientras una vieja cámara la había fotografiado.

                                                   Mención Especial Inspirado en Sanse:

 Cansancio y orgullo. Santiago Casero González. Alcázar de San Juan (Ciudad Real)

¿Oyes eso? Es tu corazón batiendo sus propias paredes saturadas de sangre efervescente. Debe de latir a ciento veinte pulsaciones por minuto. No es extraño. Siempre te ocurre más o menos en el cruce de la calle Real y de Estafeta, cuando la plaza es ya un objetivo posible. 

Tampoco te sorprende oír tu voz en la cabeza, como un escritor ensayando la bizarra segunda persona en un cuento. Todos lo hacen, ¿no? Hablar con uno mismo, quieres decir, metro a metro, como si fuese otro el que corre tras el triunfo que consiste en llegar una vez más a la arena. 

Entretanto, ves pasar a tu lado, igual que caballos huyendo del fuego, a corredores que luego van a rodar por el suelo o a combarse ante las astas de un toro rezagado. Como milagros del miedo y la adrenalina. Cristo de los Remedios mediante, piensas. Pero, ¿no lo oyes? Es el latido de tu exigido corazón aunque también es el aliento del pasado y de la tradición. 

Todo eso piensas, todo eso te empuja todavía un poco más, hasta que tus últimas y exhaustas zancadas acaben llevándote a una plaza que revienta de música y aplausos. Se acabó. Lo has vuelto a hacer. Hoy habrá, nuevamente, cansancio y orgullo.

                                                    Mención Especial :

El corredor. Manuel Recuero. Madrid

No sabía su nombre, pero corría cada año. Alto, delgado, pañuelo rojo impecable.
Siempre en la calle Real, en los encierros de San Sebastián de los
Reyes, siempre solo. Los toros le rozaban los talones, pero jamás tropezaba.
Nunca sudaba, ni en el calor de agosto. Era como si el miedo no lo tocara.
-Ese tiene un pacto con la muerte -, decía mi abuelo.
Yo tenía diez años cuando lo vi por primera vez, en la curva de Estafeta.
Veintiocho cuando quise saber qué lo hacía intocable.
Aquel día, entre empujones y mugidos en Leopoldo Gimeno, lo seguí. Corría como si flotara, inalcanzable. En la plaza “La Tercera”, justo antes de entrar, se giró. Sus ojos eran los míos, pero cansados, cargados de décadas.
Parpadeé.
Y desapareció.
Hoy, cuarenta años después, me anudo el pañuelo cada agosto. Las arrugas me pesan, el aliento se me escapa, pero me planto en la calle Real, donde él corría.
Porque lo entendí tarde: no huía de los toros.
Huía del tiempo.
A veces, en la carrera, siento su sombra. Otros días, solo oigo mi jadeo. Pero sé que está ahí, esperándome.
Y un día, inevitablemente, me alcanzará.

                                                                  Mención Especial

COMO EL PRIMER ENCIERRO. Jacobo Vieites Sánchez, Arzúa ( A Coruña)

 Sus pies chocan contra el asfalto. Las barreras de madera se suceden como las imágenes del tráiler de una película. El olor a adrenalina, sudor y pólvora de cohetes impregna el ambiente. Con cada paso, siente el bramido de los toros acechando.

Chillidos. Resbalones. Alguna que otra caída. Él corre, ágil, casi como si pudiese levitar con cada impulso de sus piernas. A su lado el brillo en los ojos de un muchacho le recuerda la emoción de su primer encierro. Enfilan la curva de Postas. Queda menos. La infinita fila de cuerpos hace un último esfuerzo. La plaza aguarda. Lo han conseguido.

 Otro encierro. Otro año más. Con la ilusión del primero.

Lo recuerda exactamente igual. Cada día. En la residencia, describe el encierro palabra por palabra, con cada detalle. En ocasiones corre solo, otras lo acompaña aquel colega del que no logra recordar el nombre. Otras veces ni siquiera puede reconocer las caras que lo rodean mientras habla, pero sí cada recoveco de las calles de San Sebastián de los Reyes. Así todos los días desde que la memoria comenzó a abandonarlo con cada vez más asiduidad.

 Hasta que su hijo lo recoge en su coche como cada verano por las mismas fechas. Al llegar, el estallido de un petardo interrumpe su repetitiva historia. “¡Vivan los encierros de Sanse!”, grita un joven, mientras el anciano se une a la respuesta de la multitud con un “¡Vivan!” que sale desde lo más profundo de su alma. Y como cada año, aunque solo sea por un momento, el encierro que revive en su cabeza no es un engaño de su memoria, sino un triunfo frente al olvido. Un recuerdo por vivir.

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