El jurado estuvo
presidido por el concejal de Festejos Ismael García, formando parte de él como
vocales el escritor y poeta Manuel López Azorín; el dibujante Fernando Corella;
las representantes de la AC. El
Encierro Ainhoa Izquierdo y Cristina Sanz y Pedro María Rivera, músico y cohetero
del encierro de Sanse, que hizo las funciones de Secretario. Después de
deliberar sobre los 150 relatos presentados acordaron, por unanimidad, conceder
los siguientes premios previstos en las bases:
Primer Premio: 400 € y Trofeo para el microrrelato titulado “El periódico: noticias eternas”, de Ángel Novillo Sánchez de
Pedro, de Villacañas (Toledo).
Segundo Premio: 100 € y Trofeo para “No estaba
de Dios”, de Enrique García Pérez, de San Sebastián de los Reyes (Madrid).
Aparte de estos dos premios y a la
vista del nivel de los trabajos presentados, el jurado concedió dos Menciones Especiales -sólo trofeo-
a los microrrelatos titulados: “La vara”,
de José Damián Revuelta Viota, de Madrid y “28 de agosto”, de Josetxo Campión
Ilundáin, de Pamplona (Navarra), respectivamente.
Los premios y trofeos se entregarán en un
acto público que tendrá lugar en vísperas de las fiestas patronales de Sanse, a mediados del mes de enero
de 2015.
……………………………………………………………………………………………………Primer Premio 2014. El periódico: noticias eternas, de Ángel Novillo Sánchez de Pedro, Villacañas (Toledo)
El
periódico en la mano del corredor se convierte en cetro, capote sin vuelo,
recuerdo de las armas ofensivas con las que se cazaban a los uros y bisontes
prehistóricos, convertido en arma defensiva, en escudo protector. El periódico
es un asidero de nervios. Signo de la segura inseguridad. Escalera para abolir
el tiempo y trascender la realidad material; una de tantas realidades, una
opción entre otras muchas.
Agarrarse
a la cronología de las noticias, subirse al tren del tiempo, un espejismo más.
Porque el tiempo no existe. Sólo lo eterno. Correr y correr, hacer fintas a la
muerte. Burlarse del tiempo. Sentir y no pensar. Vivir en plenitud, no dejarse
arrebatar por el miedo paralizador y aniquilador.
Llegar a
la meta. Inicio y fin. Fin e inicio. Finalizar y volver a iniciar el ciclo.
Eterno retorno. Vida, tan solo un sentimiento de sentirse vivos. Correr y
correr el único argumento. Atrapar un instante eterno enredado entre los
pitones de un toro, mientras se agarra el tiempo efímero con una mano y con el
corazón lo infinito. Con el pensamiento puesto en los antepasados que
escribieron sus nombres en el periódico efímero del tiempo. Haciéndoles eternos
con el recuerdo de la tradición, utilizando como cómplice al toro.
Y cuando
acaban los encierros, no queda nada más que esperar otro año a que llegue por
un momento sólo por un momento lo eterno.
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Desperté un minuto antes de que sonara la alarma y un presentimiento
angustioso se apoderó de mi corazón. Pero aquello no me iba a estropear el día,
así que salté de la cama como había hecho las tres mañanas anteriores, me
arreglé y salí dispuesto a correr lo de Jandilla.
Ocupé mi lugar hacia la mitad de la manga hasta que sonó el cohete. En
cuanto vi asomar la testuz del primer cabestro entre las camisetas de colores,
comencé a trotar, cada vez más deprisa, hasta acompasar mi ritmo al de la
manada cuando ésta me alcanzase.No sé por qué, pero, al llegar a la ligera curva a izquierdas que inicia la calle Estafeta, caí de bruces sobre el pavimento, cerca de la talanquera derecha, raspándome el antebrazo y la cara. Al volverla, en mi campo de visión apareció tan solo el pitón y el ojo de un colorao.
Fue en ese momento cuando lo noté. Dos manos fuertes y muy calientes me
agarraron y tiraron de mí para arrastrarme por debajo de los tablones,
sacándome del recorrido. Tras unos segundos, la angustia que me aferraba la
garganta fue desapareciendo y pude ponerme en pie. Entonces quise agradecer a
mi salvador su gesto, pero no lo encontré. Nadie supo darme referencia del
propietario de aquellas manos.
Hay quien me ha dicho que no sucedió así, que fui yo quien se arrastró
bajo la talanquera. Sin embargo, además de la cicatriz de la cara, nueve meses
después sigo teniendo la marca de dos quemaduras, leves, pero del tamaño de la
mano de un hombre, una en el brazo y otra en la pantorrilla.
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Un suspiro general de alivio acompañó el cierre de
la puerta de toriles nada más cruzar su umbral el último toro del encierro. El
director técnico del festejo se dirigió a Miguel:
-
¡Ufff... menos mal! Buen
trabajo Miguel. El pavo este la podía haber liado gorda.
-
Sí, menos mal. Ha habido
suerte.
-
Nos jugamos la vida
repartiendo varazos para que impere la cordura –ahora era Vicente el que hablaba– ¿y dices que suerte? ¡Anda
ya, vamos a almorzar!
Apenas dos minutos antes Tritón,
de “La Quinta”, con el 27 en los costillares, cárdeno y astifino, cerraba la
estirada manada a su paso por la calle Real. Sosegado el ímpetu inicial de la
carrera, galopaba acompasado, sin perder la estela de sus hermanos, sin hacer
ni un extraño, consciente de su rol en el ancestral rito. En el fondo, admiraba
el temple y el valor de los que, uno tras otro, se sucedían corriendo en su
misma cara. No sería él quien les estropease la fiesta, que era la suya.
De pronto, un insensato se abalanzó sobre el morrillo de Tritón asiéndose a sus pitones por la
mazorca (¿A mí, al hijo de Tritona, de los Santa Coloma de toda la vida? ¡Por
ahí no paso!) Tritón frenó su carrera y con un gañafón
seco se quitó de encima al intruso, que fue a dar con sus huesos en el asfalto.
Inmóvil, presa del pánico, el mozo quedó a merced del toro que, resuelto a
desagraviar el honor mancillado de su raza brava, lo miró con fijeza, amusgó la
oreja y…¡Zas!
La vara de avellano manejada por Miguel descargó como un rayo sobre la
grupa de Tritón, que se
revolvió ciego de ira. Miguel, veterano recortador, anduvo rápido de reflejos
para perderle unos pasitos, los justos, que le permitieran jugar la cintura y
vaciar la embestida del tren que se le venía encima. Saliendo airoso por el
costillar dejó al toro colocado en la buena dirección pero...¡Eh! ¡Eh!
En eso que aparece otro “patas” citando al toro desde atrás. De forma
expeditiva, Vicente lo llamó al orden dándole a probar la medicina de su palo;
y antes de que el toro se girase la vara de Miguel se posó de nuevo,
suavemente, como una caricia, sobre su testuz. Frente a frente, hombre y toro
cruzaron sus miradas. Entonces, Tritón
vio en la noble y franca del pastor a un amigo que parecía decirle: Anda
bonito, ven con papá que te voy a llevar a casa. Y allá se fue tras él.
Es un día especial para Raúl. Son fiestas en Sanse, toca encierro y es
su cumpleaños. Veinticinco años ya. Está completamente preparado. Deportivas
blancas a las que tres rayas verdes les dan algo de color; pantalón inmaculado,
recién planchado y una sudadera en blanco y verde, con un pin del Cristo de los
Remedios adornando su pecho, que luce con orgullo.
Y como no, la ilusión por montera. Diez minutos para que todo comience.
Esperanza, su madre, anda por la cocina terminando un bizcocho para
cuando el encierro acabe, Sanse recupere el resuello y se templen los nervios.
Ya no quedan ni dos minutos. Apoyada en la encimera, ensimismada en
miedos y recuerdos, con la mirada perdida en aquel bizcocho lleno de velas,
espera. Una taza de café amigo en una mano y en la otra, el corazón en un puño.
Incapaz de ver un encierro. Las ocho. El cohete sobresalta los pensamientos, le
atenaza el alma y le inunda la tristeza.
Y, ajeno a todo esto, Raúl vuela ya por Real donde un haz de cuchillos
acongoja el sentir. Dos minutos y todo ha terminado.
Esperanza, con paso cansino, atraviesa el pasillo que separa la cocina
de aquel balcón cómplice.
- ¡Raúl, cielo, ya está! ¡Raúl!
Raúl le mira a los ojos y en ellos, en ese fondo infantil de color
esmeralda, ella cree ver un destello de felicidad. Esperanza dice que con cada
encierro, en esas pocas madrugadas del mes de Agosto, a Raúl se le iluminan, o
eso es lo que ella desea con todas sus fuerzas.
Melancólica, coge su mano y con infinita paciencia ayuda a Raúl a
enfrentarse, con su caminar incierto, a aquel
pasillo tan eterno como hostil, para poder llegar a la cocina.
Le ayuda a sentarse y le coloca un babero, donde ella con dulzura bordó
un toro.
- ¡Feliz cumpleaños, hijo! Ella misma tiene que soplar las velas. Tanto
sufrimiento, tanto cansancio… A través del balcón llegan los ecos lejanos del
encierro. En ese momento la pena le rompe el alma. Esa pena, es pena vieja.
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